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CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- De cómo el entrañable fundador de Proceso cercó a Luis Donaldo Colosio hasta hacerlo aceptar que Carlos Salinas no había conocido previamente el famoso discurso del 6 de marzo de 1994.
Ya precandidato, fijó la fecha para un encuentro en Proceso. Lo aguardé en vano. Al día siguiente ofreció disculpas y propuso otro día en el mismo lugar y a la misma hora: 11 de la mañana. Tampoco nos vimos. El 22 de diciembre se presentó intempestivamente en la revista y encontró a los trabajadores de la limpieza en plena faena. A nuestra telefonista, Karina, le pidió permiso para entrar al baño, “el de todos”. Karina le indicó el camino, Colosio le dio las gracias y ofreció que volvería. Resolvimos, sin titubeos: colocaríamos una placa en el mingitorio histórico.
Conversamos el 23 de diciembre en una pequeña terraza integrada a mi oficina. Colosio había llegado cuarenta minutos tarde y explicaba: se había sometido a pruebas de laboratorio y a un examen médico general. La imagen llegó sola. Su salud contrastaba con la enfermedad de Diana
Laura, sostenida por la decisión de vivir.
–¿Qué te ofrezco, Luis Donaldo?
–Un vaso de jugo de naranja y después café. Una jarra, si me haces el favor.
Hacía calor. Se despojó del saco, me despojé del mío.
Cierta pesantez en sus movimientos delataba su ánimo ensimismado.
–No estoy satisfecho –dijo.
(Más tarde conversaría con Enrique Krauze acerca de este encuentro. Coincidiríamos: a Luis Donaldo lo velaba la tragedia. Endeble de hombros para la carga que le esperaba, buscaba apoyo dispuesto a todo.)
–No dispongo de espacio –lamentó.
–¿A qué te refieres?
–Tú sabes.
Cercaba el tema sin nombres propios. Era evidente su condición de precandidato amarrado a los altos poderes de la República.
–¿Cambiarían las cosas?
–Mi protesta como candidato será el punto de arranque. Hasta marzo.
Me pidió un punto de vista:
–Si te molesto, bastará una palabra para que desvíe la conversación. El lenguaje de la revista libera mi propio lenguaje.
–Dime.
–No podrás apoyarte en el presidente. Te hundirías.
–¿Por qué piensas así?
–No voy a decirte nada que no hayamos publicado. Nunca creímos en Salinas.
–Lo sé.
–Salinas extendió y profundizó la miseria en el país, ahondó la injusticia y la inequidad. Pocos podrán perdonárselo.
El juicio siguió, inacabable. Es historia viva en las páginas de Proceso.
Colosio habló del año inminente, crucial. Estaba decidido a ser un gran presidente. Debatiría con Cuauhtémoc Cárdenas, harto de sus desafíos. Amaba al país, la única manera de respetarse.
–Te gana Cuauhtémoc, Luis Donaldo. Estos años han sido desastrosos.
–Te equivocas. A él lo mueve el rencor, a mí la esperanza.
–¿Qué quieres decir?
–Cuauhtémoc se ocupará del pasado y del presente. Yo del futuro.
–No hay futuro sin pasado.
–Tampoco hay cadenas indestructibles (…)
u u u
El 9 de enero nos vimos en mi casa. Era domingo, pero no había sosiego en la república. El subcomandante Marcos había aparecido en el escenario sorprendente de su valor y su poesía.
Colosio me habló de su esposa, “Diana Laura, tan dolida y tan entera”. Un tumor canceroso, cerca de la aorta, hacía impensable cualquier intervención quirúrgica. Vivían prendidos de ilusiones. El tumor no había crecido y los especialistas confiaban que el absceso podría irse absorbiendo poco a poco.
–¿Imaginas? Los niños.
Sus ojos, húmedos, articulaban su propia perplejidad.
Volvió a las palabras.
–¿Qué opinas de Chiapas?
–Tienes que ir.
–El presidente opina de otra manera.
–Tienes que ir, Luis Donaldo. A nada conducen tus giras por el interior del país ni las concentraciones en la Ciudad de México. Frente a Chiapas, a quién le importan.
–El presidente…
–Te hablo en mi lenguaje, el único que conozco. Proceso, sin Chiapas en la portada, iría a la basura.
–Opina el presidente que no tendría sentido que fuera a Chiapas unos cuantos días. Considera, además, que el viaje entrañaría un riesgo desproporcionado.
–En Chiapas podrías establecer tu cuartel de campaña. Luis Donaldo: Chiapas es el país, su miseria atroz (…)
u u u
El 6 de marzo protestó como candidato a la Presidencia de la República. Dijo entonces:
“Hoy, ante el priismo, ante los mexicanos, expreso mi compromiso de reformar el poder para democratizarlo y acabar con cualquier vestigio de autoritarismo.
“Sabemos que el origen de muchos de nuestros males se encuentra en una excesiva concentración del poder que da lugar a decisiones equivocadas, al monopolio de las iniciativas, a los abusos y a los excesos.
“Reformar el poder significa un presidencialismo sujeto –estrictamente– a los límites constitucionales de su origen republicano y democrático.”
Esa misma noche, la noche del seis, conversamos en mi casa, otra vez en la biblioteca y sin prisa. Lo vi eufórico. Se lo dije.
Exaltado, repitió trozos de su discurso y en un momento pensé que se pondría de pie. Le faltaba el auditorio, pero se tenía a él mismo:
“Veo un México con hambre y sed de justicia… un México agraviado… veo hombres y mujeres afligidos por abusos de las autoridades… veo la arrogancia de las oficinas de gobierno… veo a ciudadanos angustiados por la falta de seguridad…”
–Una pregunta, Luis Donaldo –lo interrumpí en plena carrera.
Agitado, me vio en súbito silencio.
–¿Conoció el presidente tu discurso antes de que lo pronunciaras?
–Espero que me comprenda.
–¿Conoció tu discurso?
–No.