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El “Mayo” Zambada a días de su captura: “Tiene razón el presidente (AMLO). Los balazos son peligrosos”

A unos días de su rocambolesca captura en Estados Unidos (el 25 de julio último) Ismael el «Mayo» Zambada conversó con la periodista María Scherer Ibarra. En el encuentro el capo habló del fentanilo y sobre la relación política–narcotráfico.

proceso.com.mx

En las primeras semanas de diciembre de 2023 Jorge Carrasco, director de Proceso, me llamó. Tenía algo para mí. Le pedí que lo enviara a mi casa, pero se negó. “Necesito que vengas a recogerlo. Tengo que dártelo en la mano”.

Fui a verlo al día siguiente. Me recibió en la sala de juntas. No había nada para mí. Me extendió uno de los libros de mi papá. Era un ejemplar de El poder: historias de familia. El contacto del Mayo, que 15 años atrás había llevado a mi padre a la guarida del capo, estaba de vuelta. A través de él, Zambada me pedía que le dedicara el libro. Me quedé helada.

–¿Qué le escribo?

Jorge Carrasco hizo un gesto que no supe descifrar.

–Te dejo sola para que lo pienses.

Titubeante, tomé la pluma y escribí algo más o menos así: “Para Ismael Zambada, en memoria de su encuentro con mi padre, un hito del periodismo mexicano. María”.

A partir de ese intercambio se abría la posibilidad de que, como mi padre, yo fuera a conocer a Zambada. Desde ese momento comencé a anotar en una libreta las preguntas que se me ocurrían al vuelo y otras tantas que surgieron después de leer montones de notas periodísticas y reportajes sobre el personaje.

Se suponía que Zambada y Julio Scherer García se encontrarían por segunda vez para hacer una entrevista en forma. Busqué las preguntas que le habría hecho mi padre. Me entusiasmaba concluir su trabajo.

En automático supe que si el Mayo quería verme, no era por mis méritos periodísticos. Quería conocerme porque soy hija de quien soy. Con toda franqueza, no me importó lo más mínimo. Ser hija de Julio Scherer me ha abierto y me ha cerrado puertas, lo mismo que al resto de mi familia. Con esa naturalidad he abrazado las oportunidades que me han ofrecido y también las que me han negado.

Lo mismo que mi padre, jamás pensé que, si se concretaba el encuentro, corría un riesgo mayor. Como periodista de la Ciudad de México me sé privilegiada, protegida además por el aura de mi apellido.

Como reportera cubrí contados asuntos de narcotráfico. Alguna vez fui a Guadalajara a hacer un reportaje sobre bienes incautados al Chapo Guzmán, casas y negocios, sobre todo. Fui a Sinaloa y escribí sobre la podredumbre del campo, vastas zonas de cultivo que se abandonaban para cosechar droga. De eso hace mucho tiempo: no se había normalizado la violencia, no había estallado la aberrante guerra contra el narco, las notas sobre muertos y desaparecidos no eran cosa de todos los días. Eso fue antes de los “abrazos, no balazos”, antes de que la primera mexicana ganara la Presidencia pese a que en el gobierno anterior corrió la sangre de manera brutal, incluso en estados que antes eran, si no apacibles, bastante quietos.

Imagen de Ismael Zambada capturado en Estados Unidos. Foto: Especial

Al PAN la guerra contra las drogas le costó la Presidencia de la República. La negligencia obligó al PRI a entregar la banda; a Morena la desidia de su no-estrategia no le cobró nada. La militarización se celebró como si no fuera el batallón que queda en la última trinchera. Todavía fingimos que esta guerra no está perdida.

No sabía si volvería de este viaje y sería capaz de comprender mejor la violencia que se extiende y recrudece por México. Pero sí entendería mejor quién es y cómo piensa uno de sus protagonistas: Ismael Zambada. Sobre todo, quería interpretar la extraña relación entre Julio Scherer García y el Mayo. Sabía qué le dio Zambada a mi padre. Me faltaba la otra parte de la historia.

*       *       *

Tres o cuatro veces por semana, los domingos sin falta, iba a visitar a mi papá. Otras tantas, días de suerte, nos topábamos en Proceso. Aquella tarde de febrero de 2010 lo acompañaban algunas de mis hermanas en la biblioteca de su departamento, llena de recuerdos de mi madre, con una amplia y luminosa vista al parque de La Bola. Comimos juntos y, en la sobremesa, mi papá soltó la bomba.

Había recibido un misterioso mensaje en la redacción de la revista. Ismael Zambada quería verlo para conversar. Mi papá pidió una semana para meditarlo. Hicieron falta sólo un par de días para que resolviera.

Se encontraría con el intermediario en un sitio específico, el día y a la hora convenidas por ambos. Luego se internaría en algún paraje serrano para entrevistarlo. “¿En serio?” Sí, era en serio. No sabía a dónde iría, cuándo regresaría y no nos podía decir quién lo conduciría. “Pero no se preocupen. Voy a estar bien”. Sabíamos que era inútil pedirle a mi papá que no se arriesgara. Nadie se hubiera atrevido, además. No hubiera sido justo regatearle una oportunidad así en ese momento de su vida, rebasados los 80 años.

Se fue. Durante los siguientes días, mis hermanos y yo lo esperamos con angustia. Nos llamábamos unos a otros.

–¿Sabes algo?

–Nada.

Mi padre regresó días más tarde, exultante. Nos platicó algunos pormenores de aquella insólita conversación y se encerró varios días a escribir, desasosegado. Durmió poco, pero estaba lleno de energía. El 4 de abril de 2010 publicó la memorable crónica con el mayor narcotraficante de México. La edición de Proceso se agotaba conforme se reimprimían y exhibían ejemplares en los anaqueles.

*       *       *

Transcurrieron las semanas. Mis notas comenzaron a hacerse viejas. Llegó 2024 y Carrasco y yo aún no teníamos noticias. Pensé que el asunto se había cebado. Entre el instante en el que apareció el contacto y mi padre voló rumbo al norte pasaron sólo unos cuantos días. En mi caso el tiempo corrió hasta que, incluso, dejé de pensar en el Mayo.

A principios de julio se apareció de nuevo el intermediario en Proceso. “El señor” agradecía la dedicatoria del libro y me esperaba para conversar. Propusimos una fecha muy próxima que aceptaron sin contratiempos. Recuperé mis notas y recobré la emoción. Además de las preguntas de la entrevista, me hice otras tantas a mí misma: ¿Por qué querría verme Zambada? ¿Por qué había pospuesto meses el encuentro? ¿Qué quería de mí? ¿Qué quería yo de él?

*       *       *

Salgo hacia el aeropuerto de la Ciudad de México un domingo muy temprano. Pese a que es verano, hace frío. Llevo una chamarra gruesa encima de un suéter cerrado, abajo una playera ligera, jeans y unas botas de senderismo que me parecen apropiadas, no sé por qué. Tal vez porque ignoro qué suelo voy a pisar, literal y metafóricamente.

Con el contacto platicamos sin parar durante la espera y el vuelo. Al aterrizar nos espera una persona en la zona de llegadas. Alto, fornido y hosco, nos indica que lo sigamos. También está el intermediario, el mismo que encaminó a mi padre, con quien fue y vino, entero. Tengo la certeza de que también volveré intacta.

Abordamos un automóvil que nos conduce a un centro comercial. Tras una breve espera, se apareja otro vehículo: una camioneta de modelo reciente. Quizá por nervios, hago una pregunta tras otra y prolongo la conversación con el nuevo conductor que, en contraste con el primero, es extrovertido.

No tenemos cubiertos los ojos, pero para mí da casi lo mismo: el paisaje, árido y seco, se extiende durante kilómetros. Además, soy citadina: me cuesta distinguir un cerro de un monte.

La camioneta serpentea por parajes demasiado similares entre ellos. La velocidad varía, de modo que cuesta tratar de calcular qué distancia hemos recorrido. Además, recapacito, ¿para qué? No voy a decir en dónde estuve, así que dejo de intentar medir el tiempo y me dedico a observar los alrededores para buscar algo que me llame la atención y conversar con nuestros interlocutores.

No sé cuánto tiempo falta y no pienso quejarme. No tuve que esperar una noche, como los dos periodistas que estuvieron con Zambada antes que yo: Julio Scherer y Diego Enrique Osorno. No tuve que pasar una noche en vela, ansiosa, en vísperas de la reunión. Cada minuto que pasa es un minuto menos para conocer al Mayo.

En su crónica sobre su encuentro con Ismael Zambada, Osorno invoca a Julio Scherer como se implora a un santo que interceda por uno para esquivar las dificultades. Hago lo mismo. No es una entrevista fácil. El Mayo es de humo. Tres veces han estado las Fuerzas Armadas cerca de capturarlo, tres veces ha escapado. Ha vivido oculto, al margen de la ley, pero con el peligro soplándole el cuello. Los narcotraficantes como él despiertan el morbo, pero la paz no es posible sin su concurso. No es a punta de cañón como se les va a someter. Los periodistas estamos obligados a saber, a informar sobre ellos.

Osorno sostiene que el periodismo es personal. Esta historia lo es para mí. Julio Scherer García fue un hombre que impactaba a las personas, para bien o para mal. Sabía penetrar en lo hondo. Estaba segura de que había dejado una profunda impresión en Zambada. Pronto sabría que no me equivoqué.

El chofer suelta el acelerador. Los caminos más estrechos obligan a bajar la velocidad. Se siente que nos acercamos. Repaso algunas de las preguntas anotadas en mi libreta, en desorden. ¿Es vida su vida? Como uno de los grandes generadores de violencia en el país, ¿de qué maneras puede ayudar a devolver la paz? Tacho algunas cosas. Reescribo. Sinaloa es (era) arquetipo de la pax narca. ¿Cómo mantuvo esa paz relativa, simulada? ¿Odia más a sus rivales que a la autoridad? ¿Piensa alguna vez en las víctimas del narcotráfico y de la sanguinaria política antidrogas que inició Calderón y que continúa regando muertos y desaparecidos hasta hoy?

En este país que compartimos, que también es el suyo, casi un centenar de personas son asesinadas cada día y más de 20 desaparecen sin dejar rastro.

Pienso en los vuelcos que da la vida: Genaro García Luna, el “superpolicía” –preso en Estados Unidos desde 2019 por colaborar con el narco–, estalló cuando supo de la entrevista de mi padre con el Mayo. En un desplante, dijo que iba a interrogarlo. No habría obtenido nada. En su momento, mi padre decidió que, al relato de los pormenores de su viaje, no lo acompañarían pistas sobre la guarida del poderoso capo. “Evitaría los datos que pudieran convertirme en un delator”. Con el mismo criterio escribo yo, sin saber que mi determinación sería irrelevante.

Con las piernas a punto de entumecerse, por fin llegamos. Me desabrocho el cinturón de seguridad, agradezco al conductor y estoy por tomar mis cosas cuando nos ordena que dejemos las mochilas en el vehículo. Lo mismo que teléfonos, plumas y libretas. La instrucción me inquieta.

Paramos frente a una reja. El sol nos pega de frente. Mientras estacionamos, veo a Ismael Zambada en el último de los escalones de un zaguán. Me sorprende su delgadez. La fotografía más reciente de él es (era) la que se tomó junto a mi padre, que muestra a un hombre corpulento y provocador. Él describió a un tipo recio, que sobrepasaba el 1.80 de estatura, “con un cuerpo como una fortaleza”. Claro que han pasado más de 14 años. Ahora tiene 74. Ismael Zambada viste pantalón y zapatos deportivos y una playera polo, marca Boss.

Nos saludamos de mano. El Mayo nos encamina. Su andar es lento y cuidadoso. Arrastra un poco una pierna. Nos sentamos en el antecomedor, en un espacio semiabierto. Hay otras personas, pero no nos las presenta.

Instantánea del encuentro entre Julio Scherer y el «Mayo» Zambada en 2010. Foto: Archivo Proceso

Nos sentamos a la mesa: yo en la cabecera, el Mayo a mi derecha. Las cocineras nos ofrecen un desayuno copioso. Hay café, jugos, fruta, machaca, requesón, frijoles, salsas, tortillas hechas a mano y algunas cosas más. Zambada está de buen humor, suelto. Nos habla sobre sus padres, su infancia al lado de sus hermanos, la vida en el monte. Le pregunto por su salud. Acabo de leer que la DEA y otras agencias norteamericanas reportaron que está muy enfermo, diabético y con cáncer.

–¿Usted cómo me ve?

–Muy flaco, pero bien. ¿Qué le pasó en la pierna?

–¿Quiere ver?

Ismael Zambada se levanta el pantalón por encima de la rodilla derecha. La atraviesa una cicatriz gruesa, más clara que su piel. Lo han operado. Se ha roto el fémur dos veces y se ha sometido a un proceso de rehabilitación. Iba bien, hasta finales de enero.

–¿Qué pasó?

Perdí el equilibrio. Me caí, y a empezar otra vez con la terapia. Apenas estuvo aquí el doctor.

Se acomoda el pantalón y cambia de tema abruptamente. No sé por qué me asombra que no sea malhablado, como suelen ser los norteños. O no lo es frente a mí y otras mujeres.

–Su padre… –enuncia, mientras se golpea fuerte y repetidamente el pecho, a la altura del corazón, con el puño apretado, como quien quiere mostrar más que un gran aprecio, un lazo, incluso.

–Cuénteme, ¿de qué hablaron?

–Hablamos mucho de la vida.

–Eso lo sé. ¿Pero qué le dijo?

–Me dijo cosas sobre la familia. Le voy a mostrar algo…

Terminamos de comer, sin prisa. Intercambiamos anécdotas sin importancia. Cuenta que duerme poco. Se levanta a las cuatro de la madrugada para pasear por el monte. Más tarde el calor lo hace imposible.

Satisfechos, salimos detrás de Zambada. Desorientada, sigo a los demás a través de un rancho de árboles frutales. Al frente hay una casa pequeña, de una sola planta. Su dueño abre la puerta y hace un ademán para que nos adelantemos. Entramos a un recibidor. A la derecha, destacan dos fotografías en blanco y negro. Son sus padres. De frente a la izquierda, cuelga la pintura de un hombre. “Mi compadre” (no es el Chapo), señala. Abajo, enmarcada, una frase de Mahatma Gandhi sobre el pacifismo que no retengo y el Salmo 91, que se refiere a la confianza en el cuidado de Dios.

En seguida, me estremece lo que veo: sobre un caballete de madera clara, una pintura colorida de trazos gruesos representa a Zambada y a mi padre, la mano del primero sobre el hombro de él. Estoy turbada, no sé qué decir. Alcanzo a preguntar:

–¿Quién la hizo?

–Me la regaló un amigo.

–¿Por qué tiene aquí a Gandhi? –balbuceo.

–Porque soy pacifista.

–¿Usted?

–Lo soy. Yo sólo me protejo.

“La paz no se dice, la paz se hace”, le contestó Zambada a Osorno en su encuentro. En estos tiempos no se dice, mucho menos se hace.

Pasamos a una sala sencilla, de sillones altos. Si me recargo hasta atrás, mis pies apenas tocan la alfombra. Zambada y yo ocupamos el sillón más grande, de tres plazas. Miro un cuadro, mucho mejor logrado, también del Mayo. Lleva la misma ropa que en la famosa fotografía: camiseta polo café, pantalón de mezclilla y gorra negra. Pero en ésta posa solo. Mi padre no aparece.

–¿Y ésa?

–Ésa la pintó Vicente (el Vicentillo, su hijo).

Las siguientes dos horas hago todas las preguntas que llevo preparadas, más otras que salen al vuelo. Ismael Zambada esquiva la mayoría de ellas. Otras las responde con monosílabos. Es inútil insistir; él habla o calla conforme quiere. Cuenta de su colección de sombreros, los mejores de ellos adquiridos en distintas ciudades de Texas. Manda pedir uno, blanco, alto. Se lo cala y se lo quita en el acto.

–Don Julio me dijo que estaba mejor con la gorra.

–Sí, lo contó en su crónica.

Quizá su cuerpo y su cabeza ahora son pequeños para ese fabuloso sombrero, pero una década atrás le hubiera quedado bien.

A mi padre apenas le mencionó a Vicente Zambada Niebla, su hijo y supuesto heredero del cártel, quien testificó en el juicio por narcotráfico contra Joaquín el Chapo Guzmán y, se presume, se convirtió en testigo protegido. Desde 2021 no se encuentra bajo custodia del Departamento de Prisiones de Estados Unidos. Zambada no quería hacer ninguna declaración que pudiera afectarle al Vicentillo en el juicio.

–Lo extraño todos los días.

–Como miles de familias extrañan a su hijos, muertos y desaparecidos.

–Conozco ese dolor.

El Mayo habla de sus ranchos, sin grandilocuencia. Si uno no supiera nada de él, pensaría que es un agricultor y un ganadero adinerado.

El fentanilo… eso sí no. Aquí no van a encontrar una sola tiendita que sea mía. El fentanilo es muy peligroso.

–¿Y las tiendas de Culiacán? ¿Y los laboratorios que se han desmantelado en varias zonas de Sinaloa?

–No son mías.

–¿De quién son?

–Les digo que no son mías.

Zambada se encoje de hombros y cambia el tema: describe el ganado que pasta en sus tierras, sus cultivos en las incontables hectáreas que le pertenecen. Si volvemos al tema del narco, suena como algo ajeno a él.

En algún momento ofrece un mezcal de Durango. Sin interrumpir la conversación, vierte el alcohol en tres vasitos de una botella de vidrio, sin etiqueta.

–¿Qué piensa de la estrategia de “abrazos no balazos” de López Obrador? ¿Es mejor estrategia que la de Calderón?

–Tiene razón el presidente. Los balazos son peligrosos.

–¿Qué tan enredado está el gobierno con el narco? ¿Qué tan firme es la relación entre ambos?

–Conozco a gente metida en todos lados. En la policía municipal, en la estatal, en la federal.

–¿Gobernadores?

–Ahí hay de todo. Unos sí, otros no.

–Según la prensa…

–La prensa dice mentiras. Puras mentiras.

Zambada repite esa respuesta más de una vez.

De manera repentina se pone de pie y pide que lo acompañe. Cruzamos algunas veredas y señala un porche con un comedor y unas mecedoras.

–Aquí estuvimos –afirma y apunta el dedo hacia el descampado.

–¿Con mi papá?

–Ahí mismo.

Nos sentamos y conversamos sobre sus relaciones, amistades y odiosidades. No manifiesta nada que no sepamos.

La conversación se ha extendido por varias horas. Regresamos a la casa donde desayunamos. En la casa hay una pared tapizada con dibujos enmarcados. Retratos, animales, paisajes naturales. Son obras que el Vicentillo mandaba cada mes a su madre acompañando cada una de sus cartas. La señora de Zambada me muestra un Cristo en su recámara que también pintó él.

Sé que no voy a poder retener cada una de las respuestas del Mayo, o todos sus gestos y actitudes, así que los dejo ir. Le pregunto si ha valido la pena la vida que ha llevado.

–¿Por qué no?

–Porque está llena de muerte.

–Que yo sepa así terminan las vidas de todos.

Después, con el Mayo nos encaminamos al cementerio familiar. En esta guerra enterrar a los muertos es un privilegio. Miles siguen buscando a los suyos, reabriendo una herida que no ha de sanar mientras no haya unos restos a los cuales asirse. En una decena de lápidas idénticas reposan los Zambada. Meses después leeré en los periódicos que el sacramental fue parcialmente incendiado durante los feroces enfrentamientos en varios municipios de Sinaloa.

Nos despedimos. Prometemos que nos volveremos a ver. Entonces sí dará una larga entrevista.

–¿Le gustaron los tamales?

–Cómo no.

–Le voy a mandar.

Dos semanas y días después, el 25 de julio de 2024, Ismael el Mayo Zambada es abducido y trasladado al aeropuerto de Santa Teresa, Nuevo México, tras una oscura operación realizada sin el conocimiento ni el consentimiento del gobierno mexicano.

No volveré a ver a el Mayo, pero tengo otra parte de la historia: recluido el Vicentillo en Chicago, las autoridades estadunidenses le hicieron creer que su padre y su imperio criminal estaban a punto de derrumbarse. Vicente Zambada imaginó a su viejo, débil, sometido como él a un encierro insoportable. Estuvo abatido hasta que, de manera inesperada, llegó a sus manos Proceso y observó en su portada a un hombre erguido, con la barbilla apuntando arriba y el pecho hacia afuera. La fotografía de su padre era la de un hombre que no se da por vencido. El ánimo del vástago se fue para arriba. Es todo lo que sé. Y es posible que sea todo lo que voy a saber.

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