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El oscuro legado ambiental del nuevo aeropuerto de Ciudad de México

ElPais.com / Cuando el presidente Enrique Peña Nieto anunció a bombo y platillo en 2014 el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, se vendió como uno de los más verdes del mundo. La terminal, diseñada por Norman Foster, aspira a ser la primera en obtener la certificación LEED platino, el mayor distintivo internacional de eficiencia energética y diseño sostenible.

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Sin embargo, con un avance del 15% en la obra, el polémico proyecto de más de 13.000 millones de dólares está dejando tras de sí un grave daño ambiental: ha destruido un refugio clave para aves migratorias; desgajado decenas de montañas del Estado de México; arrasado terrenos agrícolas y alterado el milenario paisaje de la ciudad sagrada de Teotihuacan.

El lago Nabor Carrillo se seca. Una red de tuberías y maquinaria pesada está drenando ese cuerpo de agua que llegó a ser un símbolo de recuperación ecológica en México porque las decenas de miles de aves que atrae cada año se han vuelto un problema para el nuevo aeropuerto.

El riesgo de colisión entre pájaros y aviones ha llevado a los encargados de la obra a tomar una medida que nunca estuvo contemplada en la evaluación de impacto ambiental del proyecto: drenar ese lago para convertirlo en una laguna de regulación que estará seca la mayor parte del año.

“No hay forma de compensar un impacto de ese tamaño al destruir completamente un ecosistema que es el mayor refugio de aves migratorias del centro del país”, dice Fernando Córdova Tapia, doctor en Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Este especialista en impacto ambiental de megaproyectos afirma que no hay otro hábitat capaz de acoger a esas aves. “Al no tener refugio ni lugar de anidación, muchas terminarán muriendo”.

Desde el interior de su modesta casa en Tezoyuca, en el Estado de México, Paula Cuevas habla con una entereza que contrasta con sus escasos 21 años.

Esta joven se ha convertido en una de las voces más fuertes en contra de la mina de tezontle, una piedra de origen volcánico utilizada en la construcción del nuevo aeropuerto, que ha dejado su casa y otra veintena de viviendas al borde de un abismo.

“Yo no estoy en contra del progreso, si quieren progresar progresen, pero no a costa de nuestros derechos, no a costa de nuestra vida”.

Cuevas y sus vecinos viven con miedo a que las lluvias y la erosión se lleven un día por delante sus casas. La polémica por esa hilera de viviendas al filo de la excavación fue tal que los responsables del aeropuerto aseguraron que dejarían de comprar material de esa mina.

La demanda de tezontle y basalto se disparó con el arranque de las obras del aeródromo porque, al construirse sobre el lecho de lo que un día fue el lago de Texcoco, se necesitaron grandes cantidades de material para “exprimir” el agua del terreno antes de cimentarse.

Por ello, los municipios del Estado de México más cercanos a la obra se transformaron en un “banco de materiales”, denuncia Juan Pablo Murillo, un habitante de Tepetlaoxtoc en pie de lucha. En esa comunidad de poco más de 30.000 habitantes hay más de 60 minas. Allí, mires donde mires hay un cerro abierto en canal.

La proliferación de minas a cielo abierto en el Valle de México también ha alterado un paisaje milenario. Aunque la obra deja intacta la zona arqueológica de Teotihuacan, la extracción de material en las montañas que la rodean ha modificado para siempre las dimensiones reales de la Ciudad donde los hombres se hacen dioses.

En su esplendor, hace 1.700 años, Teotihuacan era la ciudad más grande del continente y una de las más extensas del mundo antiguo. Pero ahora “las minas han violentado un valle y un paisaje donde se encuentra por doquier el extraordinario legado de los teotihuacanos”, dice Rafael de Antuñano, un antropólogo social y arqueólogo.

La relación de los teotihuacanos con el paisaje que los rodeaba era tal que construyeron la Pirmide del Sol de tal manera que “empatara” con el perfil del cerro Patlachique, explica el antropólogo. Esa imagen se ha visto modificada por una gran mina a cielo abierto en la base de la montaña. “Decir que no hay daño alguno por las minas es simple y burda ignorancia”.

ieves Rodríguez se enteró que una carretera iba a pasar por su casa el día que las máquinas llegaron a su puerta. La construcción de una planta en la que esta mujer ha vivido durante 20 años ha quedado embutida por una carretera que llevará al nuevo aeropuerto. “Yo no tengo adónde irme a vivir. Lo único que tengo es esta casita”, dice Rodríguez.

Los terrenos por los que pasa la autopista eran ejidos comunales, pero fueron vendidos tras aprobarse por mayoría en una asamblea que ella califica como “amañada”. “Allí firmaron hasta los muertos. Hay personas que no entraron a la asamblea y su firma aparece ahí”.

Con una convicción inquebrantable, Rodríguez dice que no se moverá hasta que la expropien. En su oscura casa de concreto resuena el mujido de una vaca y cuenta cómo pastaban borregos o se cosechaba maíz en las tierras hoy cubiertas por el asfalto. “Es una pena ver cómo acaban con la naturaleza. Todo esto va a ser distinto con los ruidos de los aviones”.

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