Lo que aprendí de mis aventuras con hombres casados

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No estoy segura de poder justificar mis relaciones con hombres casados, pero vale la pena discutir lo que he aprendido de ellas. No sería una discusión entre las esposas y yo, aunque me interesaría escuchar su punto de vista. No, esta charla debería darse entre las esposas y sus maridos, cada año, como cuando llevas el auto familiar a servicio y revisión como la banda de rodamiento de los neumáticos para evitar accidentes.

Hace algunos años, mientras vivía en Londres, salí con hombres casados en busca de compañía mientras procesaba el duelo de mi reciente divorcio. No busqué específicamente a hombres casados; cuando establecí un perfil en Tinder y en OkCupid dije que estaba en busca de personas que querían pasar un buen rato sin ataduras. Varios solteros me enviaron mensajes y salí con algunos de ellos… pero también me llegaron mensajes de hombres casados.

Mi matrimonio duró veintitrés años y ahora quería sexo, no una relación seria. Es algo que puede complicarse, porque no siempre es posible controlar los apegos emocionales cuando de por medio hay química del cuerpo, pero supuse que el hecho de que esos hombres tuvieran esposas, hijos e hipotecas prevendría que las emociones se desbordaran. Estaba en lo correcto. No se apegaron demasiado ni yo tampoco. Sabíamos que no habría ninguna sorpresa.

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Elegía con cuidado. El hombre no debía estar interesado en dejar a su esposa ni en comprometer de ninguna forma lo que habían construido ellos juntos. En varios casos las personas a las que conocí estaban casados con mujeres que tenían algún problema médico o alguna discapacidad y ya no podían mantener relaciones sexuales, y los esposos mantenían su devoción.

Un amorío, o las ansias de tenerlo, puede ser el comienzo de una conversación necesaria sobre el sexo y la intimidad.

Durante ese tiempo de mi vida, me puse en contacto con una decena de hombres y me acosté con menos de la mitad. Con los demás intercambiaba mensajes o charlaba, lo cual a veces resultaba en casi la misma intimidad.

Antes de encontrarme con un hombre casado, le preguntaba: “¿Por qué estás haciendo esto?”. Quería garantías de que todo lo que él deseaba era sexo.

Lo que me sorprendía era que esos maridos no estaban buscando tener más sexo. Estaban buscando tener sexo, punto.

Conocí a un hombre cuya cónyuge había consentido de manera implícita a que él tuviera una amante porque ella ya no estaba interesada en el sexo de ningún tipo. Ambos, hasta cierto punto, obtenían lo que necesitaban sin tener que abandonar lo que querían. No obstante, todos los maridos que conocí habrían preferido tener sexo con sus esposas. Y, por alguna razón, eso no estaba sucediendo.

Sé lo que se siente quedarse sin ganas de tener sexo, pero también sé lo que es sentir más deseo que mi pareja. Puede ser mucho pedir acostarse con la misma persona durante más años de los que nuestros ancestros alguna vez esperaron vivir. Y hay que considerar que, en la menopausia, las hormonas de las mujeres disminuyen de manera repentina.

A mis 49 años, estaba al borde de esa etapa y me aterraba perder mi deseo sexual. Los varones no pasan por este cambio tan drástico. Así que tenemos este desequilibrio, un problema del tamaño de un elefante, tan pesado y vergonzoso que apenas podemos reunir las fuerzas para hablar de ello.

Quizá el motivo por el que muchas esposas no quieren más sexo con sus maridos es porque, con la edad, las mujeres anhelamos un tipo de sexo distinto. Al menos eso quería yo, y fue lo que me llevó a ese camino de encuentros ilícitos. Después de todo, la cantidad de hombres y mujeres que tienen amoríos es casi la misma.

Si leen la obra de Esther Perel, autora del libro de reciente publicación State of Affairs, aprenderán que, para muchas esposas, el sexo fuera del matrimonio es la manera en la que rompen con ser las esposas y madres “responsables” que tienen que ser en casa. El sexo dentro del matrimonio, para ellas, suele parecer una obligación. Un amorío es una aventura. Mientras tanto, los maridos con los que estuve no habrían tenido ningún problema con el sexo por obligación. La aventura, para ellos, no era lo que los motivaba a cometer adulterio.

La primera vez que vi a mi casado favorito levantar su tarro de cerveza, la manga arremangada de su traje a la medida reveló un caleidoscopio geométrico de tatuajes. Era un hombre de buenos modales y de barba finamente rasurada que escondía un grito apagado de rebeldía. La noche que vi la obra de arte de su tatuaje en todo su esplendor, bebimos Prosecco, escuchamos música de los años ochenta y sí, lo hicimos. También charlamos.

Le pregunté: “Si le dijeras a tu esposa: ‘Mira, los quiero a ti y a los niños, pero necesito sexo en mi vida. ¿Puedo tener una aventura ocasional o un amorío sin importancia?’”.

En respuesta, suspiró y dijo: “No quiero herirla. Lleva diez años sin trabajar, criando a nuestros hijos y tratando de encontrar qué quiere hacer con su vida. Si le hiciera ese tipo de pregunta, la mataría”.

“Entonces, no quieres lastimarla, pero en cambio le mientes. En lo personal, preferiría saber”.

Bueno, quizá preferiría saber. Mi propio matrimonio no se había terminado por un amorío, así que me costaba trabajo ponerme en su lugar.

“No es necesariamente una mentira si no confiesas la verdad”, dijo. “Es más amable guardar silencio”.

“Lo que digo es que yo no podría hacer eso. No quiero tener miedo de hablar honestamente sobre mi vida sexual con la persona con la que me casé y eso incluye ser capaz de al menos hablar sobre el tema del sexo fuera del matrimonio”.

“¡Suerte con eso!”, dijo.

“Nos casamos dando por hecho que seremos monógamos”, dije, “pero luego nos sentimos inquietos. No queremos separarnos, pero tenemos la necesidad de sentirnos sexualmente más vivos. ¿Para qué separar a la familia si podemos aceptar un amorío ocasional?”.

Se rio. “¿Y si dejamos de hablar del tema antes de que este amorío deje de ser divertido?”.

Nunca convencí a ningún marido de que podía ser honesto acerca de lo que estaba haciendo. Sin embargo, la mayoría me hablaba al respecto de buena gana, como un padre paciente que responde a un niño que pregunta sin cesar: “¿Por qué, por qué, por qué?”.

Quizá quería ser demasiado pragmática sobre temas que tienen cierto peso por la culpa, el resentimiento o el temor. Es cierto que es mucho más fácil hablar teóricamente sobre el matrimonio que vivirlo. No obstante, mi actitud es que si mi cónyuge necesitara algo que yo no pudiera darle, no evitaría que lo encontrara en otro lado, siempre y cuando lo hiciera de tal modo que no pusiera en riesgo a nuestra familia.

La aventura, para ellos, no era lo que los motivaba a cometer adulterio.

Supongo que desearía que sus necesidades tuvieran más que ver con los viajes de pesca y las noches de cervezas con los amigos, pero el sexo es básico. La intimidad física con otros seres humanos es fundamental para nuestra salud y bienestar. Entonces, ¿cómo negarle una necesidad como esa a la persona que más nos importa? Si nuestra relación primaria nos nutre y estabiliza, pero le falta intimidad, no deberíamos tener que destruir nuestro matrimonio para obtener esa intimidad en otro lado, ¿o sí?

No tuve una aventura apasionada con el marido tatuado. Nos acostamos unas cuatro veces en unos años. Nos hablábamos por teléfono con mayor frecuencia. Nunca me sentí posesiva, solo curiosa y feliz de estar en su compañía.

Sin embargo, después de nuestra segunda noche juntos, me di cuenta de que para él era mucho más que sexo; anhelaba afecto. Dijo que quería tener cercanía con su esposa, pero que no podían superar su desconexión fundamental: la falta de sexo, que ocasionaba falta de cercanía, lo cual hacía que el sexo fuera todavía menos probable y se convertía en resentimiento y culpa.

Todos pasamos por fases de querer y no querer. Claro que no estoy culpando a las esposas porque sus maridos las engañan. Dudo que la mayoría de las mujeres eviten el sexo con sus maridos porque carecen de deseo físico en general; sencillamente somos animales más complejos en cuanto al sexo. Razón por la cual los hombres pueden tener una erección con una píldora, pero no hay aún forma alguna de inducir químicamente la excitación y el deseo en las mujeres.

Tampoco digo que la respuesta sea deshacerse de la monogamia. Eso puede conllevar sus propios riesgos y enredos involuntarios. Me parece que la respuesta es la honestidad y el diálogo, sin importar qué tanto miedo nos cause. La falta de sexo en el matrimonio es común y no debería conducir a la vergüenza y el silencio. Del mismo modo, una aventura no debería poner fin al matrimonio. En el mejor de los casos, un amorío —o simplemente las ansias de tenerlo— puede ser el comienzo de una conversación necesaria sobre el sexo y la intimidad.

Lo que estos maridos no podían hacer era tener esa charla difícil con sus cónyuges, que los obligaría a enfrentar los problemas que yacen en la raíz del engaño. Trataban de convencerme de que mantenían el secreto de sus aventuras por pura amabilidad. Parecía que se habían convencido a ellos mismos de eso. Sin embargo, el engaño y la mentira son, en última instancia, corrosivos, no amables.

Al final, tuve que preguntarme si lo que estos hombres no podían enfrentar era otra cosa totalmente distinta: escuchar por qué sus esposas no querían mantener relaciones sexuales con ellos. Después de todo, es mucho más fácil abrir una cuenta de Tinder.

                                                         
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