El hallazgo de 49 fosas y 69 cuerpos en un pequeño poblado del Estado de Colima refuerza el drama de los desaparecidos en México
ElPais.com/ En la superficie, sol, palmas y una pequeña comunidad rural. Bajo tierra, 49 fosas clandestinas y 69 cadáveres sin nombre ni apellido. Esa es la tragedia que se escondía en el rincón más alejado de Santa Rosa, una ranchería en la ciudad de Tecomán, en el Estado mexicano de Colima.
Todo parece una pesadilla, como si un hallazgo de esa magnitud fuera imposible en una comunidad diminuta en el Estado menos poblado del país. «Nos duele mucho», lamenta José, un campesino de 68 años. «Esto es un panteón, una carnicería, una chingadera». El hallazgo de Tecomán ha sacado nuevamente a la superficie la vorágine de la violencia y el drama de los más de 40.000 desaparecidos la misma semana en que México estrena su Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, una de las apuestas del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador para dar salida a esta crisis.
El primer indicio de la mayor narcofosa que se ha encontrado en Colima llegó el 30 de enero por un caso de secuestro. La fiscalía local recibió a las nueve de la noche la noticia de que cuatro hombres raptaron a una mujer y su hija de cuatro meses en Tecomán. Siempre según las autoridades, la policía estatal identificó el vehículo de los secuestradores poco antes de la medianoche y arrestó a dos hombres que llevaban a la bebé en el maletero. Los detenidos señalaron durante los interrogatorios el sitio donde se habían llevado a la madre. Cuando se hizo el operativo de rescate ya no la encontraron hasta días más tarde. En el predio de Santa Rosa, propiedad de un hombre que vive en Estados Unidos, había rastros recientes de comida y artículos femeninos. Uno de los agentes encontró una pala enterrada y lo que parecía ser un cuerpo. El hedor revelaba que el lugar era algo más que una casa de seguridad.
Personal especializado empezó a excavar en el sitio el pasado 3 de febrero. En los primeros tres días se encontraron 11 fosas y 19 cuerpos, así como un terreno aledaño con las mismas características: tierra removida y olor a muerte. Con un nuevo permiso de búsqueda, el tercero, los agentes descubrieron otras 38 fosas y 50 cuerpos más entre el 6 y el 11 de febrero. La mayoría de las fosas eran poco profundas. Algunos cuerpos ocupaban un solo agujero y otros cadáveres se apilaban verticalmente, de acuerdo con imágenes a las que ha tenido acceso EL PAÍS.
Algunos restos eran de hace pocos meses, otros se sepultaron hace más de cinco años y han quedado reducidos a osamentas. Eran tantos cuerpos a lo largo del río Armería que tuvieron que llevarse a morgues de tres ciudades diferentes. La de Tecomán solo tiene capacidad para menos de 20 cadáveres. «Es algo inédito, nuestra infraestructura no está diseñada para recibir tantos cuerpos», reconoce Gustavo Joya, director de procedimientos de la Fiscalía.
El calor de Tecomán, que roza los 30 grados en invierno, aceleró la descomposición de los cuerpos y ha dificultado la determinación de la causa de muerte y la toma de muestras genéticas, un proceso que puede llevar de uno a tres meses más. Aún no hay detenidos por las desapariciones. Los fiscales dicen que es muy pronto para determinar un patrón en los asesinatos.
En el terreno, el modus operandi tiene atisbos aterradores. «Entraba una camioneta a la ranchería, se escuchaban las detonaciones en el monte, se iban las camionetas y no decíamos nada, no podíamos», relata José, a un costado del camino de terracería que conduce a la finca donde se hallaron las fosas. Y después, el silencio.
«Todo el mundo conoce a alguien que han matado o secuestrado», afirma un tecomense de 28 años que pide el anonimato. «Nos ha cambiado la vida para siempre». Con apenas 130.000 habitantes y enclavado en un paso estratégico de drogas y armas, Tecomán ha sido arrasado por la violencia. En 2015 hubo 38 asesinatos, según datos oficiales. En 2016, 159. En 2017, 223. El año pasado, 191. «Es peligroso porque es como un laberinto, lleno de brechas y montañas, en los que la delincuencia puede operar y emboscar fácilmente», señala José Pucheta, jefe de la Policía estatal. Las autoridades argumentan que la violencia es generalizada para todo el país; que la poca población del Estado hace que la situación parezca más grave; que los que mueren suelen ser delincuentes, y que la repercusión del caso se debe a que se reconocen estos problemas, mientras que en otros Estados se ocultan.
Colima es un terreno disputado por los carteles de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y la Nueva Familia Michoacana. Manzanillo, la capital económica del Estado, es el puerto comercial más importante del Pacífico mexicano, un punto clave para el trasiego a Estados Unidos y la puerta de entrada para los químicos que llegan desde Asia para fabricar drogas sintéticas. Pero la lógica de guerra de carteles ya no alcanza para explicar la tragedia. La hipótesis de la Policía estatal es que se han producido purgas dentro de los mismos grupos: desde los peones hasta quienes pelean por el control de grupos cada vez más fragmentados y horizontales. A algunos no les convence esta explicación porque la crueldad es cotidiana y contra la gente que conocen. Como en el resto del país, las desapariciones son el síntoma y la enfermedad es la metástasis de la violencia.
Este no es un caso aislado. En agosto se descubrieron otros cinco cuerpos y las autoridades encontraron entre 2006 y 2016 otras 12 fosas con 36 cuerpos tan solo en Tecomán, según datos oficiales de la investigación A dónde van los desaparecidos. La Fiscalía dice que todavía no se puede establecer si los hallazgos están conectados. Familiares de víctimas cuentan de excavaciones en Colima que no llegaron a los medios. El 4 de febrero se encontró otra fosa en la comunidad de El Chavarín, en Manzanillo, con nueve cuerpos confirmados por las autoridades.
«Si esto no hubiera pasado, nadie nos hubiera hecho caso», afirma Eva Verduzco, que busca a su hermano David y lidera el colectivo Desaparecidos Colima. En el grupo están 10 familias que acusan casos empantanados y acceso limitado a las fosas de Tecomán, pero que han encontrado en el filo de una tragedia subterránea una nueva esperanza. Desde que se reveló el hallazgo en Santa Rosa, unas 120 personas se han acercado para buscar a familiares desaparecidos. Algunas han venido de los Estados vecinos de Jalisco, Nayarit y Sinaloa. En Colima se hizo, por primera vez, una campaña para recopilar ADN que se incluya en una base de datos nacional.
Tecomán, el municipio de México con la tasa más elevada de homicidios (155 asesinatos por cada 100.000 habitantes, según datos oficiales), vive una doble vida de cocoteros que se mecen con calma y sepulturas clandestinas, entre la negación y el pánico y entre los que alzan la voz y los que callan. En el limbo de dos realidades paralelas unos esperan las respuestas con más urgencia que los demás. «Es horrible no saber dónde está», dice Camila, de 29 años, tras dar una muestra genética para dar con su hermano. «Al menos tenemos la esperanza de un cierre, de terminar con este dolor».