El boxeador Andy Ruiz Jr. regresa a México convertido en ‘campeón del pueblo’, un símbolo de la victoria tras levantarse de la lona.
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Ocurrente, francote y devoto. Como casi todos los ídolos de México. Así es Andy Ruiz Jr. Su investidura de campeón es sólo eso: la carcaza de un hombre que ante el triunfo únicamente da gracias a Dios y a su ‘apá’ por todos sus logros.
El boxeador mexicano-estadounidense llegó el martes a su conferencia de prensa en la Ciudad de México al ritmo de El Cachanilla, de El Coyote y su Banda Tierra Santa, canción que habla sobre un hombre “orgulloso y cumplidor” que debe a Mexicali su cuna y a Tecate su adoración.
Así es él: patriota y agradecido. Hoy sabe que la vida en las pandillas de California no volverá; su padre, migrante, le inculcó desde muy pequeño que su grandeza era inherente a su sangre mexicana.
“No voy a contar las cosas malas que hice”, dice en entrevista con El Financiero. “Soy un guerrero, como todos los mexicanos”.
Sus 1.88 metros de estatura y 121 kilogramos contrastan con su voz tersa, más parecida a la de un colegial de preparatoria que a la de un campeón mundial de peso completo.
“En un momento perdí todo por los malos pasos que di, gracias a Dios ya cambió todo, no quería vivir en las calles”, comparte en un limitado español, sin perder la sonrisa.
Retorno del olvido
Andy Ruiz Jr. regresa a la tierra de sus padres como un héroe.
Y, como ha sucedido en casi todos los episodios heroicos del deporte nacional, el gobierno no dejó pasar la oportunidad de sumarse a la querencia popular.
“Nunca dejes de ser el campeón del pueblo; se distingue en el ambiente nacionalismo y se refleja en nuestros ojos el orgullo de ser mexicano”, le dijo el presidente de la Comisión Nacional de Boxeo, Miguel Torruco, en un discurso que hizo recordar aquel 2004, cuando Vicente Fox felicitó a Belem Guerrero por su plata en Atenas pese a que la Comisión Nacional del Deporte (Conade) no la había apoyado ni siquiera con una bicicleta decente para competir.
Horas antes, el peleador de 29 años había visitado al presidente de la República en Palacio Nacional. El púgil le regaló los guantes dorados con que el pasado 1 de junio noqueó al británico Anthony Joshua en Nueva York y le arrebató el título de campeón de peso pesado del mundo; es el primer mexicano en ostentarlo.
“La verdad quería echarme un Snickers, pero no me dejaron”, responde cuando se le pregunta sobre lo que pensaba antes del combate.
Andrés Manuel López Obrador le regaló, a su vez, un billete de 500 pesos con la imagen del “mejor presidente que ha tenido México, Benito Juárez”, fechado el 1 de julio de 2018, el día en que, con Morena, ganó las elecciones.
“Viene de abajo, es producto del esfuerzo, del sacrificio, de la lucha de muchos mexicanos; demuestra lo que es la perseverancia: lo pueden tumbar a uno y se vuelve a levantar hasta que se triunfa”, le dijo el presidente.
Entre los bombos nacionalistas, nadie recordó que, hasta hace un año, el ahora nombrado por la 4T “campeón vitalicio de México” quería retirarse del pugilismo por falta de recursos.
Fuera de los podios, esa es la otra realidad del boxeo mexicano: peleadores que piden dinero en el transporte público para ir a los Olímpicos, una Federación plagada de corrupción y jóvenes que reciben becas paupérrimas. México sólo ha obtenido una medalla de bronce desde Sídney 2000.
Andy comenzó, como todos, en la categoría amateur. Intentó clasificar a Beijing 2008, pero no lo logró. Su paso por el deporte olímpico fue discreto. Con pocos recursos, no tuvo opción y dio un salto al profesionalismo como quien da un salto al vacío. Ahí, por lo menos, le pagaban por cada pelea.
Fue así que en 2009 debutó como profesional en Playas de Tijuana, con un triunfo ante Miguel Ramírez, a quien noqueó desde el primer round. Tenía 19 años y, con esa determinación que lo caracteriza, tomó una decisión clave: desarrollar su carrera en Estados Unidos.
“Regresamos al país como nunca nos imaginamos, como inmigrantes distinguidos. El campeonato nos ha cambiado la vida”, comenta en entrevista su entrenador Manny Robles.
Hace mucho que el boxeo mexicano no producía un símbolo popular de la lucha arriba y abajo de la lona.
“Me decían que no podía hacer nada y mírenme: un gordito haciendo historia”.
El peleador que emergió del subterráneo
Imperial Valley huele a muerte, por donde quiera que se vea.
El desierto que rodea a esta ciudad californiana es un cementerio gigantesco: en sus dunas descansan los restos de los hombres y mujeres que alguna vez buscaron el sueño americano y que nunca fueron identificados por sus familias.
En sus calles, la situación no es diferente: pandillas de origen mexicano y centroamericano se pelean el control del tráfico de drogas y personas en la frontera entre México y EU. Es una de las zonas más violentas del estado y con la mayor tasa de desempleo de ese país (26.4 por ciento), según estadísticas del Gobierno de California.
De ese nido feroz y tierra fértil para la explotación de inmigrantes indocumentados proviene Andy Ruiz, quien hace poco más de una década era un chico problemático más de Imperial Valley, donde hizo “cosas malas” que, ha dicho, no está dispuesto a contar.
“Mi padre me sacaba de las casas de mis amigos para llevarme al gimnasio. Hubo un momento en que perdí todo por los malos pasos que di”, dijo el martes quien de adolescente era conocido por participar en peleas callejeras y ser arrestado por golpear policías.
Ahora Andy llega a la Ciudad de México en jet privado y pide, con la mano en la cintura, 50 millones de dólares por la revancha ante Anthony Joshua. Gane o pierda.
Petición lógica para alguien a quien durante mucho tiempo le dijeron que un gordito no llegaría lejos en el boxeo.