CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Aunque nacieron varones, Yessica y América decidieron cambiar su identidad de género para convertirse en mujeres. Hoy, a sus 42 años, el cabello largo y el rostro maquillado, la voz delgada y la suavidad de sus ademanes refuerzan la feminidad de las dos mujeres transgénero recluidas actualmente en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla por el delito de homicidio.
Como la mayoría de las 22 mujeres con la misma identidad de género con quienes cohabitan en prisión, ambas cargan a cuestas historias de vida marcadas por la discriminación, el rechazo y la agresión física, verbal y sexual.
Entrevistada en uno de los jardines del centro de reclusión para sentenciados, en la delegación Iztapalapa, Yessica narra que desde su infancia tuvo preferencia por lo femenino; es decir, se sentía atraída por los niños, a escondidas de la familia se vestía con la ropa de su hermana menor e incluso deseaba que su cuerpo se desarrollara como el de una mujer.
Pero la preferencia genérico-sexual de Yessica nunca encontró la aprobación de su familia; por el contrario, fue objeto de discriminación, burla y violencia física y verbal.
“Mis hermanos, mis primos y mis tíos se burlaban de mí, me decían Adelita; desconocía por qué lo decían; yo hacía lo que sentía que debía hacer, para mí era algo natural, aunque nunca lo aceptaron. En consecuencia, venía un ataque, un castigo”, dice.
Tiempo después, cuando cumplió 11 años, su padre la corrió de su casa por primera vez, luego de que el menor de sus hermanos la descubrió vestida de mujer y con el rostro pintado.
“Mi papá”, relata, “tuvo una reacción violenta, me aventó contra la cama y dijo que no quería un puto en su casa. Me golpeó y gritó que era una vergüenza para la familia. Me sentí muy mal, con mucho coraje, frustración y enojo, y fui a vivir a casa de una tía.”
Tras un fugaz regreso al hogar paterno, Yessica dice que a los 16 años decidió abandonar su casa luego de sufrir una nueva agresión, ahora de su hermano mayor. “Mi hermano llegó tomado, agarró una pistola y la puso en mi cabeza. Dijo que prefería que muriera a tener un hermano puto. Sentí mucho coraje, odio. Le quité la pistola y peleamos. En ese momento pude haberlo matado pero pensé que si mi familia me odiaba ya, me odiaría más si asesinaba a mi hermano”.
La ruptura con su familia no fue fácil. Al principio Yessica buscó, sin encontrarlo, el cobijo de familiares y amigos; luego durmió en iglesias, parques y coches abandonados, y luego tuvo que prostituirse en Tlalpan e Insurgentes para subsistir. Fue en la calle, dice, donde padeció todo tipo de violencia y abusos. “La calle me hizo fuerte. Hubo personas, incluso policías, que me quisieron violar, golpear y matar; eso hizo que me volviera agresiva, que aprendiera a defenderme”.
De figura alta y esbelta, con un rostro finamente maquillado en el que destacan los labios rojos y la nariz afinada, y una melena negra que cae por la espalda, Yessica habla de su ingreso a prisión en 2003 por un homicidio que, según ella, no cometió, y por el que purga una sentencia de 27 años seis meses, 14 de los cuales está por saldar. “En la cárcel no están las personas culpables ni las inocentes; están las que no tuvieron los conectes, la capacidad económica o los recursos económicos suficientes para salir”, afirma.
Antes de su traslado a la penitenciaría, Yessica estuvo recluida en el penal varonil Oriente donde, dice, comenzó a conocer las entrañas del sistema carcelario. Por ejemplo, cuenta que la dinámica de la cárcel es muy particular, porque el poder se concentra en manos de unos cuantos internos, los cuales controlan estancias, dormitorios e incluso el mismo reclusorio.
Producto de esa situación, la joven trans fue víctima de agresiones físicas y verbales e intimidación constante de reclusos durante su estancia en el Oriente. Por su carácter agresivo, Yessica se confrontó en más de una ocasión con quienes pretendían extorsionarla o forzarla a realizar labores cotidianas y a ejercer prácticas sexuales, a cambio de garantizar su tranquilidad y seguridad.
Luego de dos años de relativa calma dentro del penal, Yessica comenzó a ser hostigada por servidores públicos del reclusorio, incluido el entonces director Lucio Hernández Gutiérrez, quien actualmente se desempeña como coordinador de Reinserción Social en Morelos.
En particular recuerda al jefe de rondín, apellidado Terán, uno de los protegidos de Hernández Gutiérrez, quien la asedió hasta el hastío: “Siempre me molestaba, ya fuera por el maquillaje o por el cabello largo; incluso me lo jalaba. También me insultaba y hacía insinuaciones. Ya lo mataron, porque era una persona fastidiosa; sinceramente, me lo ganaron, yo quería salir a hacerlo”.
Yessica cuenta que el acoso de Terán llegó a tal punto que una vez, cuando regresaba a su celda después de un día de visita, el custodio jaló su cabello y ella respondió con un golpe en la cara. El servidor público la insultó y amenazó. La mujer trans esperaba que la confinaran en una celda de castigo o en su propia celda, pero Terán sólo la remitió a la dirección.
Hernández Gutiérrez “me dijo que el reclusorio no era para putos, sino para hombres, que no podía tener el pelo largo, y me lo cortó”, relata Yessica.
La joven denunció a la prensa el incidente, que derivó en una queja ante la Comisión de Derechos Humanos del DF. A partir de esto, Yessica dice que Terán y Hernández Gutiérrez modificaron su actitud pero días después le anunciaron que sería trasladada a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla.
Lo que nunca le dijeron las autoridades es que llegaría con una “recomendación”, es decir, con la consigna de que la recluyeran con 60 internos y éstos la golpearan y abusaran sexualmente de ella.
En amuzgo
América es otra de las mujeres trans recluidas en la penitenciaría, donde purga una condena de 20 años por homicidio agravado; le restan siete. Nació en Xochistlahuaca, una comunidad indígena de la Sierra de Guerrero, donde sus pobladores hablan amuzgo y profesan la religión católica.
A los siete años, cuenta, despertó su gusto por el huipil y las enaguas, prendas típicas de la mujer amuzga, y más tarde por las zapatillas y los hombres.
Antes de asumir plenamente su identidad de género, vivió 20 años como varón bajo el nombre de José María, pero la tradición de casar a los jóvenes a temprana edad la hizo huir de su pueblo.
Después de una corta estancia en Acapulco y Chilpancingo, América vivió en casa de una tía en la colonia Romero Rubio de esta ciudad; trabajó en una fábrica de zapatillas en Tepito. Ahí, refiere, comenzó a relacionarse con mujeres trans, quienes la introdujeron al mundo de la transexualidad. “En el 94 empecé a hormonizarme y a vestirme como mujer; estaban de moda Lucero y Thalía, así empezó mi vida trans en la Ciudad de México”, dice.
Durante año y medio América trabajó como empleada doméstica en una casa particular y como mesera en un restaurante. Luego, motivada por sus amigas, ejerció la prostitución en Ermita, Zaragoza y la Calzada de Tlalpan, y simultáneamente era empleada en una estética.
En los cuatro años que se dedicó al trabajo sexual, América se dio cuenta de que algunas mujeres trans robaban a sus clientes, vendían y consumían drogas, y trabajaban en complicidad con policías. Aunque también, aclara, las sexoservidoras trans son víctimas de transfobia: “Hay clientes que las violan, roban y golpean hasta dejarlas tiradas en la calle, casi muertas”.
La historia de América dio un vuelco en 2003, cuando fue acusada de asesinar a su pareja sentimental, con quien vivía en aquel entonces. “Esa noche estaba bebiendo con un primo lejano, en eso llegó mi pareja, empezamos a discutir, pero mi primo se metió y lo mató con un cuchillo”.
Sin la asistencia de un traductor de la lengua amuzgo, como establece la carta de los derechos humanos en estos casos, América fue llevada a declarar al Ministerio Público en turno de la Delegación Iztapalapa, quien la incriminó en el homicidio sin evidencia alguna. “Cuando llegué a la delegación me dijeron que tenía que declarar, pero había muchas cosas que no entendía, el Ministerio Público me decía: ‘Tú nomás dices sí o no’. Yo decía que no, que no lo maté”, recuerda.
Aun así fue trasladada al Reclusorio Oriente, donde los custodios le quitaron la ropa, la raparon y la enviaron a un dormitorio de varones. “Fue horrible mi ingreso, no entendía nada, mi pareja estaba muerta y me acusaban de ello, estaba mal”.
En julio de 2004, después de ser sentenciada a 20 años, fue trasladada a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla, donde sufrió otro golpe a su feminidad cuando le cortaron nuevamente el cabello. “Llegué con miedo porque había rumores de que aquí violaban,” dice.
No ha sido la única afrenta a su orgullo de ser mujer. En 2011, durante un operativo, las autoridades del centro de reclusión le requisaron ropa interior y maquillaje, por lo que interpuso una queja ante la Comisión de Derechos Humanos del DF.
Vestida con playera y pants azul marino, la mujer de piel morena y cabello crespo no entiende cómo las autoridades del penal prohíben la entrada de prendas femeninas cuando se reconoce la existencia de chicas trans y dentro existe un mercado negro de esos productos. “Tengo una amiga que paga 50 pesos en la aduana para que le dejen pasar mi polvo facial”, denuncia.
A falta de recursos y del respaldo familiar, América ha resuelto dichas carencias a través de regalos que le proveen mujeres que visitan a otros reclusos, como lápiz labial, ropa interior, blusas, joyería de fantasía, entre otros accesorios femeninos.
Desde su estancia en prisión, América no ha recibido el tratamiento hormonal ante la imposibilidad económica de adquirirlo y el incumplimiento de la autoridad penitenciaria de proveerlo. “Tengo la necesidad de tomarlo porque me está saliendo bastante vello, pero no puedo porque hay que pagar mucho para pasarlo y pelear con el Consejo Interdisciplinario del penal; ¡es horrible!, se ciegan en su mundo de que este centro es de varones, pero yo no soy varón”.