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CIUDAD DE MÉXICO —El triunfo de Andrés Manuel López Obrador y su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), fue contundente. Será el primer presidente de la historia democrática de México elegido por mayoría absoluta y su coalición tendrá mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado. De nueve gobiernos estatales en disputa, ganó cinco y obtuvo mayorías en diecinueve de los veintisiete congresos locales que se renovaron.
Al mismo tiempo, la oposición jamás había lucido tan débil. En la contienda por la presidencia, la ventaja de AMLO sobre el segundo lugar fue mayor a treinta puntos. Los candidatos del Partido Acción Nacional (PAN) y Partido Revolucionario Institucional (PRI) obtuvieron las votaciones más bajas desde que en México hay elecciones democráticas. En la Cámara de Diputados, el PAN, la segunda bancada más grande, alcanzará solo el 17 por ciento. Y el PRI, que en la legislatura previa tenía 41 por ciento, ahora controlará apenas 11 por ciento. El PAN también es la segunda fuerza en la Cámara de Senadores pero solo tendrá menos de la mitad de las curules que Morena.
A partir del 1 de diciembre López Obrador gobernará con apoyo popular mayoritario, con mayorías parlamentarias, tanto a nivel federal como en los estados, y con una oposición en ruinas. Este escenario tan aparentemente cómodo para el nuevo presidente no es antidemocrático, pero puede convertirse en una bendición envenenada para su sexenio.
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Los secretos de Costa Rica detrás de un decorado de lujo
Porque uno de los factores determinantes para darle forma a un gobierno es la relación que establece con sus opositores. Se trata de una relación tensa, pero que puede ser muy útil para mejorar el desempeño del partido en el poder.
Las oposiciones pueden enriquecer la deliberación pública y ayudar a gestionar la pluralidad al darles espacio a preferencias diversas. Al ser una fuente potencial de vigilancia y crítica pueden demandar explicaciones, presionar a los gobernantes para que argumenten sus políticas y rindan cuentas. También, en la medida en que las oposiciones pueden restringir el margen de acción del gobierno y hacerle contrapeso, pueden presionarlo para que sea más incluyente y compartir la carga de sus decisiones.
La democracia mexicana no ha conocido oposiciones que, al cumplir su función de contrapesos del poder, ayuden a construir.
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El lunes 3 de julio de 2000, Vicente Fox, recién electo presidente de México, saluda a sus seguidores en Ciudad de México. Credit Dario López-Mills/Associated Press
Entre 2000 y 2006, en el sexenio del panista Vicente Fox, el PRI conservó mayorías en ambas cámaras y en los estados, mismas que utilizó para condicionar sus votos en el Congreso y la gobernabilidad del territorio a cambio del fortalecimiento político y financiero de los gobernadores. El saldo de aquella oposición chantajista, aunado a la falta de experiencia de Fox, fue un gobierno apocado y decepcionante, electo para “el cambio”, pero que terminó gobernando más bien para la estabilidad.
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Felipe Calderón tomó posesión el 1 de diciembre de 2006, con un Congreso tomado por opositores que se negaban a reconocer el resultado electoral. Credit Marcos Delgado/European Pressphoto Agency
Entre 2006 y 2012, durante la presidencia del también panista Felipe Calderón, el fantasma de la ilegalidad de las elecciones presidenciales convirtió al izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD), remolcado por el liderazgo de López Obrador, en una oposición intransigente que desconoció su derrota y canceló cualquier posibilidad de interlocución con el nuevo gobierno.
Los perredistas desperdiciaron el poder que los electores les habían dado en el Congreso —el contingente legislativo más amplio que había tenido la izquierda mexicana hasta entonces— y empoderaron a un priismo muy disminuido electoralmente, pero que supo aprovechar la coyuntura. El resultado fue un gobierno a la defensiva, desdeñado por el lopezobradorismo y maniatado por los priistas, que se empeñó en gobernar con mano dura a pesar de su evidente debilidad.
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El 1 de diciembre de 2012, Enrique Peña Nieto tomó posesión de la presidencia de México. Credit Alexandre Meneghini/Associated Press
Finalmente, entre 2012 y 2018, en el sexenio del priista Enrique Peña Nieto, ocurrieron dos cambios. Por un lado, la izquierda se dividió: López Obrador abandonó el PRD para fundar Morena, a cuya creación dedicó buena parte del sexenio. Por el otro lado, el PAN y el PRD se aliaron al PRI en el “Pacto por México”, el paquete de reformas de Peña Nieto. Con el lopezobradorismo más ocupado en asegurar la viabilidad de su nuevo proyecto que en oponerse, y con el PAN y el PRD domesticados al punto de perder credibilidad como fuerzas opositoras, Peña Nieto gobernó a sus anchas, sin controles ni resistencias políticas. Además de la corrupción y la incompetencia, muchos de los excesos, negligencias y déficits que hicieron al gobierno de Peña Nieto tan impopular fueron posibles por la falta de una oposición efectiva.
Ahora López Obrador encabezará otro sexenio casi sin oposición, aunque no por acuerdo cupular sino por mandato electoral. En principio parece una buena noticia para su presidencia: no tendrá que lidiar con oposiciones como las que tuvieron Fox y Calderón. No obstante, su nueva hegemonía y la fragmentación de la oposición implican que el lopezobradorismo gobernará sin mucha fiscalización ni grandes contrapesos, por lo que toda la responsabilidad y todos los costos recaerán sobre López Obrador y Morena.
Más allá de sus innegables habilidades políticas, López Obrador va a necesitar oposiciones que le corrijan y le cobren sus errores. Que lo mantengan alerta.
México se enfrenta a problemas estructurales muy complejos —violencia, corrupción, impunidad, pobreza y desigualdad— y, en el contexto de una victoria que ha desatado demasiadas expectativas, el gobierno de AMLO corre tres grandes riesgos. Podría cometer el error de confundir fuerza con infalibilidad y ensoberbecerse en su mayoría absoluta; desgastarse demasiado rápido, dada la dificultad de dar resultados significativos en el corto e incluso en el mediano plazo, y, con el sistema de partidos hecho pedazos, de dejar al electorado mexicano sin otra alternativa más que probar oportunidad con alguna figura verdaderamente antisistema.
Para atajar esos peligros, el lopezobradorismo tendría que hacer como gobierno algo que nunca hizo como oposición: reconocer la legitimidad de sus adversarios, admitir la validez de puntos de vista distintos al suyo, abandonar el manido recurso de estigmatizar como “mafia en el poder” a todo aquel que lo critique o esté en desacuerdo.
Si bien, en sentido estricto, no las necesita para gobernar, López Obrador haría bien en buscar los beneficios que las oposiciones —aunque minoritarias— pueden brindarle para mejorar la calidad de su gobierno. Como escribió Jeremy Bentham en su Ensayo sobre táctica política, “la oposición, con todos sus esfuerzos, lejos de causarle daño a la autoridad puede ayudarle. […] El gobierno puede estar mucho más seguro del éxito general de una medida, y de su aprobación pública, luego de que esta ha sido discutida por todos los partidos con la nación como testigo”.
Más allá de sus innegables habilidades políticas, López Obrador va a necesitar oposiciones que le corrijan y le cobren sus errores. Que lo mantengan alerta. Que lo hagan entrar en razón cuando se encapriche en implementar políticas improvisadas o contraproducentes, cuando haga nombramientos desafortunados o cuando se vea tentado a mirar hacia otro lado cuando sus leales se ensucien las manos. Por el bien de su gobierno y de México, AMLO necesitará una oposición que lo interpele y le impida caer en el engaño o la autocomplacencia; que le exija no solo que haga cosas buenas sino, sobre todo, que las haga bien.