CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Un tanto despistado entre las fechas intermitentes de programación en salas comerciales y las estrategias de Netflix –mal necesario por lo visto–, al público no le queda más que saltar a la primera oportunidad para ver Roma (México-Estados Unidos, 2018), la película de Alfonso Cuarón inspirada en su infancia, premiada con el León de Oro en Venecia, y celebrada por la crítica internacional, dicho todo sin exagerar. Pantalla chica o grande, lo importante es verla.
Un año en la vida de una familia mexicana de clase media, junto con Cleo (Yalitza Aparicio) la empleada doméstica, o la muchacha, como eufemísticamente se usaba en esa época del truculento México de 1970, país de Halcones y de hegemonía priísta; Cleo cocina, limpia la casa y se encarga de los cuatro hijos del matrimonio de Sofía (Mariana de Tavira) y del médico Antonio (Fernando Grediaga) que viaja a menudo; encargarse significa llevar los chicos a la escuela, traerlos, acostarlos y despertarlos; en esta familia disfuncional pero no tanto, Cleo participa como madre y fuerza de sostén. La película está dedicada a Libo, la nana de Cuarón en la que se apoya el relato.
En el fondo los hombres resultan pusilánimes, machos terribles en la superficie. Por un lado el novio de Cleo sale corriendo, literalmente, en cuanto se entera de que está embarazada, y el marido de Sonia se va de la casa. Roma es la colonia de la Ciudad de México, pero también es el sitio de la infancia, el elogio a la fuerza femenina que nutre a la cultura mexicana, carta de amor, si se lee al revés.
Sobra mencionar que el cineasta se haya en el apogeo de su experiencia y recursos creativos, no tiene caso hablar de Fellini ni de neorrealismo, Roma es una de esas pocas cintas, en el cine moderno, que sólo se refiere a sí misma, a lo que la imagen y la narración exigen; mejor estudiar cómo se articula la realidad en la conciencia del director, la fenomenología de este artista, que tratar de analizar su genoma cinematográfico.
Cuarón condensa la telenovela con la épica, como si luego de un proceso, que se adivina largo y penoso, hubiera descubierto la fórmula perfecta para cantar el ser mexicano, mezcla de razas, complejidad cultural, problemas de clase, represión política; todo esto sin pontificar, canto a capela, canto de pura imagen es Roma. Además de escribir, dirigir y editar, se hizo cargo de la fotografía, todo un compuesto donde nadie, más que él, metió la mano.
La primera secuencia ya es famosa por su elegancia y capacidad de condensación que evoca cielo, tierra, el tema del viaje y el transcurso del tiempo: el agua jabonosa escurre sobre el piso del patio, se refleja una ventana y el paso de un avión; en realidad, sólo se trata de lavar la caca del perro. Acto seguido se establece la situación de esta familia encandilada con las luces del coche del doctor Antonio llegando a casa.
En vez de establecer el punto de vista en el niño, recurso obvio en la mayoría de los relatos de infancia, literarios o cinematográficos, la historia ocurre a través de los ojos de Cleo, privilegio merecido de esta mujer de origen mixteco que habla su lengua de origen, además del español; el público tiene la suerte de descubrir a Yalitza Aparicio, del mismo origen, que sorprende con su capacidad de empatía y realidad vital en cada escena. En varias entrevistas Cuarón habla de una grieta en la pared por donde contempla el pasado: Roma es la herida abierta de una infancia que comparte el pueblo de México, y que Alfonso Cuarón destapó para que cualquiera la vea, sin importar nacionalidades.
Esta reseña se publicó el 9 de diciembre de 2018 en la edición 2197 de la revista Proceso.